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Martes,24 de marzo de 2009.
OPINIÓN
La illeta nº 134 - 03-marzo-2009 / Opinión
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Una pesadilla que no olvidaré

Todavía , bajo esa sensación de certeza que fugazmente nos hacen sentir los sueños intento, muy aprisa, dejar constancia antes de que la confusión u olvido me hagan dudar de la inevitable aventura de anoche..

Todavía, bajo esa sensación de certeza que fugazmente nos hacen sentir los sueños intento, muy aprisa, dejar constancia antes de que la confusión u olvido me hagan dudar de la inevitable aventura de anoche.

Contra mi voluntad digo, porque los sueños nos apresan entre sus redes. Se ha escrito extensamente sobre ellos y hasta se dan razones casi irrebatibles de causas. Los simples sucesos, o pensamientos intrascendentes que durante el día nos han rondado, los recoge el subsconsciente, y barajándolos, fábrica sin conexión, descabelladas situaciones haciéndonos gozar o sufrir con tremendo realismo.

En fin, no sé el porqué de esta pesadilla. Como el hombre a todo le busca explicación, dentro de unas horas, cuando acabe estas cuartillas procuraré averiguarlo.

Y sin más, paso con el mayor cuidado a recordar lo ocurrido: Vivía de pronto nada menos que en el año dos mil seiscientos, en una ciudad sin nombre pero como los cambios son vertiginosos, y más aún a tan larga distancia, se la distinguiría por algún número; no me fijé bien. Sus edificios eran enormes, altísimos. El de mi apartamento tenía nada menos que ciento veinte pisos.

Aquella tarde regresaba del trabajo, -todavía existía tal lastre-, como todas, con idéntico abatimiento. No subí al "heliobús" por variar y perder algún tiempo; su gran velocidad engullía la distancia a mi domicilio.

Preferí, como otras veces, viajar en la acera rodante. Al haber sitio, ocupé un cómodo asiento. Fui distraído, mirando los pasajeros de enfrente. Al cabo, me aburrí de tan impecable funcionamiento y del monótono pasar de viajeros, sentados con perfecta simetría en butacas colocadas en filas de tres. De vez en cuando, me fijaba en los escaparates. Ofrecían las últimas novedades pero no me apeteció nada.

Pulsé el sensor del reposabrazos y un sistema de desplazamiento me dejó suavemente en la acera fija, sin que la rodante interrumpiera la marcha ni un segundo.

Anduve un corto trecho hasta llegar a mi casa.

Me introduje en la amplísima entrada; llegué hasta el fondo y tomé uno de los ascensores normales. Los rápidos estaban completos; además, aguardaba mucho público. Oprimí el sensor del piso ciento diecinueve. La salida se hallaba enfrente de mi apartamento del que no recuerdo número o distintivo. Giré en un disco una cifra y la puerta se abrió cerrándose por sí sola una vez dentro.

Apenas había mobiliario. Las paredes maestras construidas con material transparente, azulado permitía ver la calle, no sucediendo así desde fuera hacia el interior. Apreté un conmutador y automáticamente descendieron hasta el pavimento mesa y un cómodo sillón.

Casi no tenía apetito. Con gran rapidez, como en todo ocurría allí, al presionar la palanca de una despensa oculta y refrigerada, aparecieron diversos alimentos a la temperatura adecuada, según la clase de cada uno de ellos. Tomé algo que he olvidado, (desde luego era en conserva), y pasé acto seguido a lo que pudiera ser un salón de reducidas dimensiones.

El día anterior empecé un libro.

Estaba encima del cristal rojo de una mesa sostenida desde el techo por una barra de cristal multicolor. En aquel tiempo se leía menos aún; lo abrí por la señal y seguí la lectura. Distraído, con el sobre las rodillas, vinieron a la mente temas distintos.

Entre ellos, la fortuna de un vecino envidiado por todos. Poseía lo que nadie en la ciudad: un perro. Cuando lo sacaba esperaba multitud de curiosos y hasta era escoltado por la policía.

(seguía existiendo).

Era riquísimo, propietario de una casita de sola planta y azotea, pequeño jardín y piscina. Ocupaba unos quinientos metros cuadrados de valor incalculable -¡ah! y con árboles, platas diversas y flores- El campo la tierra no existía como suelo urbano pignorable por su gran escasez.

Las cosas entre las que el hombre había nacido miles de años atrás, desaparecieron; me aburría todo aquello. Formaba parte de otro mundo absolutamente concluido hasta los últimos detalles: mi escasa inteligencia nada podía aportar ni sugerir.

La abulia me estaba poniendo enfermo.

Aquellos seres ya lo estaban mentalmente.

Conversaba muy poco. Sin pretenderlo, algo se deslizaba en nuestras cortas charlas, que, por mi especial situación, hacía que no me consideraran muy normal.

Había, eso sí, una fiebre desorbitada contra el tiempo, contrincante al que se debía vencer por cualquier sistema.

Eran más materialistas que los del siglo veintiuno pero desfallecían por encontrar un ápice de espiritualidad.

Las religiones ya no servían...

Ciencia y técnica habían desvelado misterios y eliminado mitos.

Todas las desgracias estaban superadas y a cubierto. No se conocían guerras, gripe, ni enfermedad grave incurable como el cáncer. Tampoco la angina, derrames, depresiones nerviosas...

El problema de la circulación, nulo. No había coches.

Eran matemáticos, inteligentísimos, ¡como las máquinas!, pero nada humanos.

Existía otro mal. Sólo les faltaba conocer a Dios.

Se construían naves espaciales para descubrir otras galaxias. Marte, la Luna, Júpiter... estos astros eran punto de abastecimiento y descanso de satélites artificiales, cohetes y otros artefactos. La criatura se sentía cada vez más infeliz en la Tierra.

Fabricaba otra Babel con materiales fantásticos.

¡Quería buscar y conocer a Dios! Creía firmemente poder hallarlo gracias a los poderosos medios tan tecnificados de que disponía, ¡qué locura! Desorientaban las descabelladas noticias ...Pero no tanto como para que -quizá por lo repetidas en los últimos meses- me impidieran disfrutar de un plácido sopor, Fui quedándome dormido en el térmico sillón. Cayó el libro sobre los pies, calzados con suaves zapatillas y me sobresalté. Por sentir algo de frío y con ojos semicerrados , las manos fueron palpando el aparato calefactor hasta manipular un mando y dejar abierta al mínimo la admisión de energía atómica - la electricidad no se usaba- y entré en un profundo sueño.

Ascendía suavemente; la ciudad, con sus altísimos rascacielos iba perdiéndose allá abajo pareciendo un bosque de afiladas púas que unieran muy aprisa los puntiagudos contornos; seguía subiendo con una sensación agradabilísima, con extraordinaria realidad. Experiencia deliciosa.

Pero de pronto, al mirar con atención hacia abajo, observé mi apartamento abierto: entró el vecino, -el dueño del perro- y los médicos del edificio. Mi cuerpo se hallaba calcinado, hecho un montón informe sobre el sillón.

Miré a mi alrededor... no vi extremidades...

y me asusté. Pero enseguida comprendí lo sucedido.

Abandoné allá abajo un lastre.

Me acercaba a algo misterioso. El panorama era indescriptible. Fui serenándome; podía ver, pensar; ¡la materia no lo era todo! Paz, silencio; colores infinitamente hermosos, como ningún pincel pudiera crear ni el mejor poeta describir; las nubes eran cárdenas, amarillas, de pálido rosa y otras tonalidades ignoradas.

De súbito se detuvo mi ascensión y quedé suspendido, sin ningún apoyo.

La Tierra era una bolita insignificante, oscura: empezaba a Salir el Sol; una parte brillaba con un chispazo de luz quedando el resto difuminado, entre brumas de delicadísimos tonos. Estuve absorto no sé cuánto, sin noción de tiempo.

Era una paz inmensa: ni deseos ni recuerdos.

Miré hacia arriba, y a través de vivísimos colores grana, verdinegro, grises perlados, verdes perfectos, vi un destello único maravilloso, inenarrable, y me inundó amor, amor infinito, comprensivo, protector... y lloré, lloré de gozo.

De pronto, inexplicablemente, pero con la más absoluta certeza comprendí cuanto más quisiera aquel destello fulgurante, -como si en un relámpago se hubieran fundido todos los colores de la creación. mucho más sería querido y sólo disfrutaría amando. Nadie me quiso tanto, ni habría de abandonarme en lo eterno tal estado exultante.

Y sentí amor inacabable, como el descubrimieno de otros universos.

Si no fuera por mi perfección total, hubiera comprendido a los hombresfabricantes de naves.

Aún tiene la almohada huellas de llanto.

Lágrimas distintas a todas las conocidas.
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